Close-Up

Close-Up ★★★★★

En sus primeros minutos Close-up se presenta como un thriller: un periodista va en auto junto a unos policías a detener a un hombre que se hizo pasar por cineasta para lo que se presume una estafa. Pero inmediatamente Kiarostami rompe por primera vez las reglas para ubicar la película en un terreno extraño: el investigador no sabe dónde va. Al llegar al lugar de los hechos, el director no sólo no muestra el arresto sino que se concentra en un chofer que recoge unas flores y en el viaje colina abajo de una lata. El tiempo que le dedica a esto último, y su importancia sonora, son toda una declaración acerca de la manipulación de un relato que parte de la realidad (el caso es real y los protagonistas se interpretan a sí mismos) pero que no tiene pretensiones de documental.

Ya en la secuencia de títulos Kiarostami nos planta una idea: la prensa, sobre todo los diarios impresos rápidamente, hacen un uso inmoral de la causa-consecuencia que es preciso desarticular. El cine, oponiendo sus posibilidades a la narrativa del papel, puede acercarse mucho más a la verdad aún cuando todo lo que se muestre sea ficcional.

No hay por qué creer que hay diferencia alguna entre lo filmado en 35mm y lo hecho en 16mm, y Kiarostami no oculta en ningún momento el carácter ficcional del total de su material. Lo recreado es evidente, pero un juicio en el cual permiten la presencia de todo un equipo de filmación y que un director de cine haga preguntas como si fuera un jurado es igualmente ficticio. Por si quedara alguna duda, el director lo explicita de manera más evidente, y magistral, en sus minutos finales: no a través de la imagen sino a través del sonido.

Los objetivos de Close-Up trascienden el modo de registro: se trata de redimir, por medio del cine, la vida de un hombre pobre. De regalarle a Sabzian, cinéfilo que ve su vida reflejada en las películas, la posibilidad de actuar de sí mismo en un film contando su historia y las razones que lo empujaron a la osadía de intentar ejercer el derecho que nuestras sociedades sólo le permiten a actores y actrices: la posibilidad de ser otra persona.

Sabemos que una película no es real porque después de determinado tiempo aparecen los créditos. Las luces del cine se encienden y tenemos claro que aquel que en la película ha muerto se levanta, que la sangre no era sangre, etc. Pero esa aliviadora certeza nos devuelve a una falsa certeza, que es a la creencia fiel en lo que llamamos realidad. ¿Acaso no somos, todos nosotros, actores de nuestra propia identidad? ¿Por qué debemos interpretar siempre a un mismo personaje, con una determinada condición social, ocupación y obligaciones? Sabzian cometió el delito de rebelarse ante una realidad que no es otra cosa que un conjunto de convenciones sociales, de invenciones humanas. Como bien advierte Nietzche, nuestro nombre y todas las palabras, sin los acuerdos que hemos establecido, no son más que un sonido inerte.

¿Qué hacer, desde el arte, ante la injusticia? Ahí es donde reside la potencia de la puesta en escena y el título de la obra. Hay un mandamiento ético en el primer plano: el deber del artista es acercarse al condenado injustamente, sea judicial por haber cometido un delito, o socialmente por un sistema que condena a la pobreza, y mostrar su sufrimiento como le pide el mismo Sabzian a Kiarostami en la cárcel. La clarividencia central que encierra Close-Up en su forma es la posibilidad del cine de descubrir la naturaleza ficcional no sólo de lo que se confiesa manipulado sino de aquello que se pretende real.

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