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Rewatched by Iván Zgaib
High Life 2018
I.
Un tipo moribundo apenas puede hilar palabras coherentes, pero su último deseo es que Juliette Binoche le chupe la pija. Lo dice naturalmente, como la espuma febril que burbujea en su boca. “Por favor”, ruega en voz temblorosa. Y ella le inyecta morfina con la ternura de una madre protectora. Por lo que sabemos, el sexo se volvió algo misterioso. No es cuestión de andar satisfaciendo deseos junto a otros. Si el personaje de Binoche persigue hombres, es para juntar semen y conservarlo en cubeteras a prueba de tormentas radioactivas. Si busca chicas, es para cuidar sus óvulos y fabricar bebés platinados que gateen por los túneles de la nave sombría. ¿Quién dijo que es fácil vivir en el espacio? Todo lo que sucedería más o menos espontáneamente en la Tierra acá debe organizarse con cautela. Una máquina de goce está encargada de chuparse los fluidos de cada tripulante. Acabar es como asistir a una sesión periódica en una cama de bronceado: solitario, burocrático, artificioso. Es el mismo esmero que debe reunir Monte para conservar sus plantas; un invernadero flotando en la inmensidad del espacio, donde juntar la primer cosecha de fresas es igual de difícil que engendrar una niña. Vivir cuesta trabajo.
II.
La claridad no es el principio gobernante en High Life. Sus primeros veinticinco minutos (quizás los mejores y más hipnóticos en una película que está llena de ellos) son completamente elusivos. Claire Denis nos suelta la mano en el espacio, sin instrucciones amables ni precisiones dramáticas que expliquen por qué esos personajes están suspendidos en la oscuridad del cosmos. Monte y su hija bebé Willow parecen vivir aislados dentro de una nave voladora. Realizan acciones tan rutinarias como regar el jardín, mirar videos azarosos que llegan desde la Tierra o enviar reportes sobre su bienestar a alguna persona desconocida, en algún rincón borroso del mundo. Por más sensación de aislamiento que propaguen aquellas escenas, el montaje las quiebra como una navaja atravesando sus entrañas. Hay imágenes granulosas de un pasado que sobrevienen de manera fragmentaria: una piedra ensangrentada cayendo por un pozo ciego, unos niños gringos correteando por el bosque embarrado. Y luego, algo distinto: imágenes luminosas de personas que aparecen repentinamente en los recovecos de la nave, como si observaran a Monte mientras le enseña a caminar a su hija; como si Monte no pudiera dejar de sentirse rodeado por aquellas figuras. Cada vez que irrumpen, el fluir narrativo se disloca de un salto. Pierde continuidad con cuerpos que van y vienen a la fuerza de un parpadeo. Sugiere un pasado irresuelto al verse poseído por una puesta en escena acechante. El solapamiento de tiempos que articula esta primera parte es pura forma cinematográfica: una evocación sin peso en las acciones dramáticas, sino en la articulación del espacio visual y las miradas que viajan desde el pasado al presente narrativo. Los tripulantes espectrales advierten sobre una tragedia reciente. El viaje inicia como si Monte y Willow habitaran una nave fantasma.
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